miércoles, 23 de agosto de 2017

Reflexiones veraniegas 2017



El mundo definitivamente ha cambiado. 
La playa prácticamente amanece llena, casi “hasta la bandera”. El sol aún no está fuerte en el cielo y la arena aparece amasada ya por un sinfín de pies que la recorren de arriba abajo, algunos a mucha prisa, otros con pasividad de pasarela. Cientos de pies pisan, aplastan, machacan…pareciera un baile de hormigas que van y vienen del hormiguero con los granos de cereal sobre sus cabezas. Aquí, las cabezas aparecen rebosantes de abalorios y complementos de todo tipo: por aquí, un pañuelo anudado de estilo “Pin up”; por allá, unas gafas Ray Ban modelo “aviador”; al otro lado, un sombrero de paja con el ala torcida; a lo lejos, una pasmina que solo deja entrever unos mechones castaños. El muestrario de colores y marcas está servido y unos y otros ofrecen sus galas al sol de julio y la brisa del cantábrico, dejando ver, tras de ellas, sus pensamientos y su reflejo vital.
Las señoras ofrecen un ritmo fuerte. Van elegantemente preparadas y no desentonan en absoluto con las pinceladas del resto del cuadro. La mayoría de ellas huele a perfume y hablan de la vida, del entorno, de las familias… mientras su paso se apresta al segundo café del día, el que más gusta, el que se saborea con las amigas entre risas al otro lado del paisaje, donde parte del pueblo aún duerme. 
Las mujeres de mediana edad ofrecen un cuerpo pulido, a pesar de la maternidad evidente. Dejan ver lo justo y nunca más allá que lo que su atuendo curiosamente deportivo ofrece al que se cruza en su camino. Su mirada está absolutamente centrada, y el gimnasio, el fitness, la zumba, el yoga o el “running” unido a una dieta regular (que no un “plan” o un “régimen” estrafalario) da lugar a una seguridad que se anquilosa en la consecución de objetivos profesionales y personales, una seguridad que se muestra en ojos fijos en el horizonte, cabellos recortados y sujetos al milímetro, aunque la sujeción sea un lápiz afilado ya varias veces, y, reitero, un cuerpo cincelado a base de concreción y seguridad en que su “lucha” individual ha dado sus frutos. Los niños mariposean a su alrededor mientras chapotean en el delta del río o saltan de entre las dunas. Pareciera una comitiva de saltimbanquis bailando en torno al rey del desfile en la Corte de los Milagros. Ellas, afrodisíacas, no regalan ni un destello rápido de sus ojos, ocultos casi siempre en el margen verdoso de las gafas, y prosiguen su actividad atareada como quien siembra nuevamente una parcela de terreno agreste.
Los hombres mayores acompañan de manera intermitente a sus mujeres. Ya no son esos machos casposos que cuelgan de su cuello una cruz enorme de oro colándose entre un matojo de vello cano que asoma de entre una camisa rallada únicamente cerrada por un solo botón. No son el derrame de “Varón Dandy” ni los engominados con gafas bitono al estilo Bruce Lee. No esconden sus taras, no adolecen de sus reumas ni callan en las conversaciones, ofreciendo un monólogo desencantado a la aburrida de su esposa, que, poniendo los ojos en blanco, decide por enésima vez que pierde el tiempo y que jamás la entenderá. Estos hombres conversan de la vida, cotillean con ellas y rien mientras aprietan el paso para fortalecer los gemelos. Estos hombres huelen a Boss y ya no se pierden en el rumor de las tragaperras mientras degustan un cognac o un vermouth en la soledad del bar de barrio. Estos hombre disfrutarán también de ese café mientras repasan las páginas de sociedad y política o mientras se ríen del mercado de fichajes de verano entre bocado y bocado de su tostada con tomate natural y aceite de oliva.
Los hombre de mediana edad no esconden sus defectos: calman la sed en una botella de agua mineral y enseñan cuerpos fortalecidos en gimnasio durante el año; pero no cuerpos de infarto sino muscularmente desarrollados pero con las prominencias de quien no teme el paso del tiempo ni el disfrutar de las cosas buenas de la vida. Su ocupación está en el sol y el mar y en los hijos pequeños que juegan felices en las olas. Suspiran y, entre ola y ola, leen el último libro de Haruki Murakami, un ensayo filosófico de Michael Onfray o escuchan el último disco que ha llegado a sus manos, y no importa si es Ed Sheeran o Bruce Springsteen, pues cada nota, cada letra, les evoca la vida que quieren llevar, nada alejada de lo que ahora viven. Quizás sus espíritus hablen de aventura y soledad, pero siempre aparejada a su heroica vida de trabajo y familia. Ahora todo es posible.

Sin embargo… ay, sin embargo…
Las niñas adolescentes apestan a chicle, a veces insípido de llevar muchas horas en la boca, y exhiben sus buches sin remilgos, a veces incluso mostrando más de lo que quieres ver, con aire superficial y excesivamente confiado, dando por sentado que sus cadencias atraerán ojos ajenos y algún que otro desdeñoso deseo masculino, dejando el pelo atorado en sus cabezas y prestando poca atención al paisaje. Su interés se centra en los tatuajes y los piercings que, sin exagerar, se repasan y se soban, como comprobando si siguen ahí todavía, conocedoras de que nada importa si se importan a sí mismas. Y no digo que esto esté mal pero tampoco tengo claro si esto está bien del todo. Abusan de un semidesnudo innecesario y se regodean en sus propias miras. No hay conversaciones de revistas, de vivencias, de moda, música…ni confidencias. Solo están preocupadas de que sus vestimentas permitan portar en algún lugar, no importa dónde, su móvil para inmortalizar momentos vacuos. Extraña es la pareja de niñas que aún se sorprenden a sí mismas jugando con la marea, dejándose llevar por la corriente del río o imaginando juntas que harían si les tocara el “Euromillón”.
Sin embargo (y esto es lo más triste) los niños adolescentes brillan por su ausencia. Ni un solo “chaval” entre los 13 y los 25 años cercano al lugar, ni siquiera en cientos de metros a la redonda. ¿Dónde están?: en los bancos de los parques con amigos o solos, no importa, en el portal de la casa de alguno de ellos, acomodados en las escaleras o en el suelo, en la cama sin sueño, en la mesa de algún buffet sentados al desayuno con sus padres y sus hermanos y… pasando absolutamente de todo salvo de su cáncer personal, esa enfermedad degenerativa llamada “móvil”.
Puedes ver la playa abandonada durante el día, las pistas deportivas durante la tarde, las terrazas de los chiringos y los “chil out” por la noche, las rocas frente al mar de madrugada… y no verlos a ellos. Puedes recorrer el puerto, subir por el sendero verdoso frente al acantilado, pasear por orillas kilométricas, tomarte un café en un sitio diferente cada tarde… y no los encontrarás. Solo verás, con un poco de suerte y un mucho de obligación, un conjunto de pantallas que chisporrotean en la oscuridad, aquí, allá, en el desayuno, la comida, la cena… hasta el funeral de un familiar, si me apuras.

El mundo definitivamente ha cambiado.
Aún recuerdo el olor del jazmín que flanqueaba el Paseo de los Baños en las madrugadas de agosto, el perfume a salitre de la playa de Aguadulce sobrecargado por la última plaga de algas. Aún recuerdo como fotografías las miniaturas de coches a escala: rojo intenso en un Pontiac Fiero, azul cobalto en un Chevrolet Camaro o rojo burdeos en un viejo Renault Fuego. Recuerdo el tacto del corcho que armaduraba las paredes del cuarto de mi primo, todo saturado de pósters de chicas pecosas en bikini y pareo y portadas de discos y conciertos de U2; y los fogonazos de la pantalla del Pc mientras miraba el corretear tranquilo de las olas entre la gravilla de la Romanilla. Su susurro aún me acompaña y me produce morriña en el corazón: un latido intenso cada siete u ocho segundos que se perdía en la estela de plata del reflejo lunar en el agua. Dormía a pierna suelta mientras el mar se deshacía en la playa, me enamoraba de aquel lugar, de aquel paisaje, de aquella vivencia, día a día, noche a noche, respirando impulso a impulso aquellas veladas como quien toma aire a cada brazada dada contracorriente.
Recuerdo la canción que entonaban las maquinitas de la sala “Magic” mientras los ojos de los jugadores se hundía en las pantallas; recuerdo cómo se pegaban las suelas de mis maltrechas zapatillas en el suelo de los recreativos, en el espeso tacto del terrazo que se asentaba frente al mar. Recuerdo el sabor del helado y el denostado del barquillo deshaciéndose en la humedad del chocolate y del aire viciado del Mediterráneo. Casi diría que recuerdo hasta cada suspiro melancólico que mi alma exhalaba sabedora de que aquella experiencia sería finita, que todo acabaría pronto y debería volver a mi tímida habitación en Madrid.
¿Qué ha sido de aquellos “veranos del amor”? ¿Qué ha sido de las conversaciones entre amigos durante horas en camas contiguas, en la calma de un mar que te arropa mientras la misma luna que riela, te abriga como una madre amorosa? ¿Qué ha sido de las confidencias, el relatar de secretos personales que siempre se guardan en lo más profundo de uno mismo en aquellos momentos mágicos en los que pensábamos que quizás aquella noche sería la última de nuestras vidas, nunca tristes pero convencidas de que siempre hay un “después” que todo lo destruye? ¿Qué ha sido de cada fotografía mental, de cada flash que nuestra mente exponía amén de lograr atesorar cada segundo vivido? ¿Qué ha sido de los madrugones para salir a correr con la primera pleamar, las horas de volley-playa mientras se te abrasaban las plantas de los pies entre la arena gruesa de la Romanilla; los goterones de sudor que se dibujaban en la piel sucia por el polvo como un tatuador dibuja sobre la piel; el dolor de las manos por la dureza en el golpeo de un balón excesivamente inflado; el escozor de los ojos provocado por el sudor que se desliza de los cabellos próximos; la calma del cloro de la piscina al acabar la mañana; el placer de degustar cada comida, cada hora de siesta con los ojos abiertos mientras los niños gritan abajo inmersos en una competición de water-polo improvisada? Cada pensamiento se clavaba en el alma a cada minuto como aguja usada por un acupunturista: cada leve pinchazo es un grito de placer que libera el músculo y lo lleva al éxtasis de la relajación total, del nirvana alcanzado en una fusión de los sentidos en la experiencia sin necesidad alguna de la inconsciencia a la que lleva la caída de los párpados. ¿Qué ha sido del chapurrar en corro con desconocidos sobre la vida y sus dudas con la esperanza de que aquella niña de pelo oscuro y ojos claros elevara sus ojos solo para mirarte? ¿qué ha sido de imaginar qué sería posible si aquello fuera cierto, si un alma perdida en un tiempo y en un espacio pudiera encontrarse con otra y consigo mismo al tiempo, si sus ojos castaños son el preludio de un otoño eterno, si sus cabellos de fuego traen el ardor a tus manos y a tus labios, si podrías contar cada una de aquellas noches uno a uno sus lunares y sus pecas como el lunático que cuenta estrellas en el cielo, si una chica así puede ser todo lo que esperas de la vida y del instante? ¿Qué ha sido del olor del césped recién cortado frente al piso, del balbucear del lino escarlata en su sexual roce con el quicio de la puerta del balcón, de la calidez del café recién hecho en la mañana, el regusto amargo de la última capa de cal en las paredes de los apartamentos “Olympia”, el eco de mis pasos en los pasillos kilométricos y apagados del lugar, el hedor a helado artesano en las calles, el negror vencido de las aceras tras millones de pisadas, el frescor del agua reflejado de las piscinas en los carteles promocionales de los hoteles, la saturación de los poros y las fosas nasales al atravesar del parque que flanqueaba al Avenida de las Gaviotas, todo abarrotado de eucaliptos y plátanos de sombra, el tricoteo de los motores de las Softail y las Shadow que trepidaban haciendo temblar cada calle casi con vida propia, el olor del algodón trenzado en las prendas de Caribbean Soul al pasar frente a la puerta de su puesto de venta y no saber con qué camiseta quedarte porque no puedes llevarte todas, la quemazón al probar un licor chino tras la comida en el asiático, la letra de cada canción de los Celtas Cortos o del “Básico” de Revolver de noche en mi walkman mientras vibraban frente a mi ventana las letras del apatahotel “La Minería”, cada Suzuki Santana aparcado, cada tienda de Blanes, cada pizza del Firenze, cada cigarro encendido de mi padre, cada balón Mikasa, cada tema de Haddaway o de Michael Bolton en la radio, cada… cada… TODO?
Yo lo recuerdo todo. Ellos no tendrán qué recordar, salvo el chisporroteo de las pantallas.


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