Cómprame un meñique de
sal.
Las lágrimas son, así,
menos amargas.
En su camino, baja
suavemente con su destilado de luna en noche de invierno, y arrastra
en su calizo desgaste, toda la arena que quedó acumulada en las
ventiscas de verano a pie de playa.
Servidos en platos de
porcelana barata se ofrecen frutos secos que envician el paladar.
Almacenan ira y descaran suciedad y arañazos remotos de debajo del
saliente de las uñas, como descascarillando de entre ellas lo que
hemos de olvidar tras los escozores de las alergias, y, quizás,
albergando un nuevo inicio, a manera de huevo duro.
En casa, entra la luz a
bocanadas por los ventanales y canta el verderón sobre el alfeizar.
Se remueve el polvo sobre la madera: escarcea un salto al vacío con
respiración entrecortada, intento de escribir con mano invisible
nuetros nombres en el espacio transparente. Silvan, bregan entre
ellas, sisean y escaramuzan en trazos de un lenguaje inventado:
bailan para nosotros.
Un chaparrón tizna las
vistas por unos instantes y, como inspirados por mano clemente, lavan
la cara a la ciudad y renuevan los olores. Un paréntesis de plata a
esta realidad vendida a bajo precio, regalada.
Escuecen los párpados
ahora. Se abre un nuevo día lleno de heridas que palpitan
llameantes. Dame una uña de sal, y llegaremos juntos a entender que
el dolor es solo el principio: un parto generoso seguido de vida
furiosa.
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